Querido
E.,
(Ante
todo, feliz cumpleaños, aunque cada vez que me acuerdo de vos celebro
que hayas nacido. Dicho esto, va mi respuesta desmesurada a tu
comentario).
Esgrimo
en mi mano diestra el boli y en la izquierda y no menos diestra mi
dildo para decirte que La
bohème
permanecerá en el oído activo de los hombres tanto cuanto dure el
ejército que celoso guarda el culo virgen del macho. Pero
antes quiero recordar a Horacio:
Exegi
monumentum aere perennius,
regalique
situ pyramidum altius,
quod
non imber edax, non Aquilo impotens
possit
diruere aut innumerabilis
annorum
series et fuga temporum. (Oda, III, 30)
(
He construido un monumento más perenne que el bronce,
más
alto que las regias pirámides, decrépito mausoleo,
Al
que ni la tempestad voraz, ni el Aquilón desenfrenado
podrán
destruir, como tampoco la innumerable
sucesión
de los años, ni la carrera del tiempo)
Traducción
mía por aproximación.
Gran
Horacio dejando para los siglos vestigios de la búsqueda de la
inmortalidad, y sin embargo, parece evidente que
la vigencia de los templos es mayor que la del doblemente soberbio
poeta. ¿Es posible que Horacio creyera en la eternidad del latín?
si es así, se acercaba mucho a la profecía. Pero ¡ay!, los templos
fúnebres, las piedras y las formas me parecen ahora (pero yo no soy
capaz de encaramarme a los hombros de ningún gigante) más cercanos
a la universalidad. Habrá que adelantar en la fuga temporum para
resolver el enigma.
Ahora,
si me permitís, y siempre en honor del bello Puccini, intentaré
desarrollar mi argumento. Porque decís que "si hay una ópera
que funciona y funcionará por los siglos de los siglos es La
bohème", entonces, me preguntó en qué radica la vigencia de la obra y
pienso en Auerbach (Mímesis),
más exactamente en su análisis de la obra del Abate Prèvost, Manon
Lescaut,
que toma a manera de paradigma de la gran "comedia lacrimosa"
(pariente del melodrama en incesto permanente) y, creo, me servirá
para ejemplificar lo que mantengo ahora. Las lágrimas, nos dice
Auerbach, empiezan a cobrar importancia como motivo independiente en
el siglo XVIII, "particularmente, las lágrimas aisladas, que
caen de los ojos o ruedan por las mejillas de una bella naturaleza
femenina, fácilmente impresionable y fácilmente inflamable, fueron
las preferidas (...). Se las contempla, se goza de ellas una a una
(...). Son muestra de una turbación erótica efímera, que requiere
consuelo...". Este erotismo y sentimentalidad son atribuciones
morales, es más, aquí la moral radica en esos motivos. Se presenta
personajes fundamentalmente buenos a quienes el vicio corrompe y
suelen encontrar la sublimación en el sufrimiento.
En Puccini, como en casi todo el movimiento romántico (en sentido amplio y estricto), se une a esto toda una serie de juegos de opuestos que nos hacen oscilar entre lo tormentoso y lo sublime tantas veces representado en lo femenino angelical. Pero es esa misma "naturaleza" femenina la que al intentarse la unión amorosa, del tipo que sea, que llevaría al héroe a alcanzar la felicidad, se destruye convirtiéndose de manera bíblica en el tormento personificado que hunde al héroe (o al genio) en la miseria moral. Y es aquí donde debe producirse el acto sacrificial que libere el espíritu a partir de cuya ascensión el genio logrará la liberación. El hombre está escindido en carne y espíritu, lo femenino es espíritu y su cuerpo mera imagen celestial que no puede llegar a la realidad.
No niego, en absoluto, la maestría pucciniana en la representación de estos temas tan recurridos. Pero quiero decir que una vez desactivada la escisión entre carne y verbo; desactivada la voluntad de "el más allá"; desactivada la ilusión humana de trascendencia y grandeza; desactivada la noción del genio visionario mesiánico; desactivada la ficción de la mujer; desactivada la idea de lo femenino cristalino como terreno de la mujer; sólo seremos capaces de apreciar las notas turbulentas de la obra. Una obra cualquiera no puede más que asentarse en los dogmas de su época y cuando los dogmas caen entrar en el juego requiere un esfuerzo arqueológico arduo. Las notas más turbulentas he dicho y me parece que quiero decir efectistas (sin matices peyorativos que el efectismo es un gran recurso para el espectáculo. Cada trabajador sabrá, o no, usarlo en su medida de acuerdo a los fines de su arte).
La desgracia de unos inocentes palurdos crédulos, ni buenos ni malos (¿qué otra cosa es Edipo?) no puede menos que conmovernos a los espectadores palurdos inocentes y crédulos. Y en esto, como ante Dafnis y Cloe, como ante la pobre Psiquis, el justo artificio permite que la obra conmueva, sorprenda y maraville. Sin embargo, un rechazo visceral de esa concepción del erotismo, del héroe, del genio, conspiran contra esa conmoción.
Ganas
me entran de ponerle a Mimì en la mano más diestra un lindo dildo
para que ataque el bastión mejor guardado de los últimos tiempos
cuya cúspide puede representar tan bien (si mi superficialísimo
análisis es suficiente) esta ópera. Y puesto que de aquellos polvos
estos lodos no puedo pensar en términos simbólicos los dogmas aún
vigentes de tan dañosas consecuencias, no puedo verlo como mito. Dice
Alex Ross que puccini, dándo la vuelta al recurso wagneriano,
"otorga dimensiones míticas a un grupo de desharrapados
encantador", y sí me parece que esto es de agradecer y que ahí
radica el encanto de la obra, sin embargo (¡oh! sin embargo),
dimensiones más perdurables y más extensivas, con la ventaja de
obviar la sublimación nos ofrece esto.
Pero
en fin, lo mejor de las producciones humanas es que son, a imagen de
sus genitores, efímeras. Y
de todos modos "nunca estoy tan cerca de pensar una cosa como
cuando acabo de escribir la contraria".